Comentario
A su regreso a Berlín, Hitler se estableció en su ruinosa Cancillería. Un ala estaba completamente destrozada; la otra, en la que se hallaban sus habitaciones particulares, había sido menos dañada, aunque no tenía un cristal intacto.
Ante la continua presencia de los bombarderos angloamericanos, se le recomendó que durmiera en el bunker construido en el jardín de la Cancillería, pero a Hitler le pareció demasiado lúgubre y prefirió su dormitorio en el primer piso de la Cancillería.
Pese a que amenazaba ruina y a que muchas noches debía levantarse para correr al refugio a causa de alguna alarma, Hitler prefería su habitación al búnker. Aquel encierro le aterraba y durante las largas alarmas manifestó frecuentemente sus temores a quedar allí enterrado vivo.
Esto era sumamente improbable, pero los razonamientos que se le hacían no atenuaban sus temores. También le hacían temblar las trepidaciones de aquel refugio, que eran muy perceptibles aunque los impactos de las bombas fuesen lejanos. El búnker no corría peligro: tenía un forjado de 5 metros de hormigón y sobre éste había varios metros de tierra. Incluso los impactos directos no alcanzaban la estructura, pero las vibraciones eran importantes a causa de la formación del suelo berlinés.
Pese a sus terrores, Hitler debió resignarse a vivir en el búnker. El argumento definitivo fue el bombardeo norteamericano del 3 de febrero. Hacia mediodía 900 aviones descargaron sobre la ciudad 2.000 toneladas de bombas. Hitler, que se acostaba al alba y se levantaba muy tarde, fue despertado y pudo alcanzar el refugio cuando ya las bombas caían sobre Berlín.
Pasó dos horas infernales en el refugio, asegurando que no volvería allí. Cuando cesó el bombardeo cambió de parecer. El comedor donde solía desayunar se había desplomado y varios despachos quedaron destruidos. Poco después se trasladó al segundo sótano del búnker junto con todo el personal a su servicio.
Martín Bormann, el jerarca del partido más próximo al Führer en aquellos momentos y que no tenía otro empleo que estar a su lado, se trasladó a otro refugio más pequeño que también había sido excavado en el jardín.
Los destinos de Alemania, la suerte de millares de seres, se decidirían durante las 10 siguientes semanas desde aquel lóbrego refugio, estrecho, incómodo, mal comunicado con el exterior y de viciada atmósfera. Hitler saldría cada vez menos de aquella fortaleza, desde la que trató de dar vida a sus locos sueños finales.